jueves, 20 de septiembre de 2012



Prudencio Exojo (@Exojo) //    Vivimos en una casa ubicada en una parcela que, sinceramente, no sé cuándo la compraron mis progenitores. Hace muchos años. Muchos, muchísimos… tal vez siglos.
No es muy extensa, pero si lo suficientemente grande como para que podamos vivir holgadamente toda la familia, disfrutando del paisaje y un entorno multicolor. La parcela, dispone de un edificio muy peculiar. Pensada originalmente como vivienda única, con posterioridad, hicimos reformas para acoger a todos los nuevos miembros de la familia.
Sé y me consta, que no fue tarea fácil tanto el mantenerla, como cuidarla. De verjas afuera, los asaltantes de caminos, bandoleros, gentes de distintas raleas, vagabundos y menesterosos, intentaron en más de una ocasión violar la propiedad.
Lo intentaron, pero no lo consiguieron.
Con el esfuerzo común, aportando toda la familia los recursos que cada uno generaba, construimos un hogar, modesto y humilde, pero acogedor.
Poco a poco, con el pasar del tiempo, fuimos progresando. Renovamos las instalaciones, habilitamos todos los servicios posibles, se hicieron reformas, modificaciones, siempre con el fin de mejorar la habitabilidad y el confort de nuestro hogar.
La familia se ampliaba. Asistimos gozosos al nacimiento de nuevos miembros. Siempre creímos que había espacio para todos, buscando un hueco donde fuera menester, pero nunca fruncimos el ceño ante la llegada de uno más. Creíamos – felices y risueños – , que nuestro hogar podía y debía dar cobijo a todos. Así pues, con el esfuerzo común, actuando todos como un frente unido, nos pusimos manos a la obra y ampliamos habitaciones, para que todos pudieran vivir con cierta tranquilidad e independencia.
Habitaciones bien comunicadas entre si, con el fin que ninguno de los miembros de la familia, llegado el caso, tuvieran excesivos problemas en socorrerse los unos a los otros.
El tiempo transcurría con más o menos normalidad, pero los chicos, – ley de vida – , fueron creciendo.
Unos, con sus cuitas y rarezas. Otros, con gustos diferentes a éstos; aquéllos, con peculiaridades concretas pero, en general, a la hora ritual del almuerzo o la cena, reunidos en torno a la mesa principal, aunque se discutía frecuentemente, siempre había un punto de inflexión donde, con mayor o menor consenso, toda la familia comprendía que éramos una piña. Que las adversidades, las superaríamos mucho mejor todos juntos.
Pasaron los años y aquellos adolescentes imberbes, tras pasar de puntillas por una pubertad acicalada de dosis revolucionaria, alcanzaron la mayoría de edad; el ímpetu, la fuerza de la juventud les hacía creer invencibles ante la adversidad.
Era imposible retenerlos en casa y eso, trajo consecuencias inevitables, las normas de convivencia, se vieron alteradas sensiblemente.
El mayor, intentó imponer su particular forma de vida. Una actityud, que en nada se correspondía con los usos y costumbres vistos en casa desde su nacimiento. Los hermanos pequeños, mientras no gozaron de la mayoría de edad, comprendían que no podían exigir lo mismo que su hermano.
Pero crecieron también, – lógico -. Se hicieron adultos y las reivindicaciones sociales, familiares, personales, ciertas exigencias de unos derechos que no siempre eran concretados, tangibles ni justos para con su familia – , empezaron a ser ostensibles.
No se trataba de analizar si justas o no; simplemente, actuaban por mimetismo, ( vaya Vd. a saber si por despecho ), con respecto al hermano mayor.
Como progenitores, en un principio, actuamos con benevolencia, creyendo que el diálogo y la comprensión de sus reivindicaciones, daría el mismo resultado con todos. No creímos nunca que la violencia sirviese para domeñar el espíritu juvenil y revolucionario del mayor, pero, aunque en una ocasión me enfadé muchísimo e intenté imponer mi autoridad paterna, con cierto abuso de la fuerza, tal vez, no fui consciente que los hermanos pequeños se apuntarían al mismo “ carro “, simplemente, como antes decía, por no ser menos que el mayor. Ya se sabe que en la pubertad, todos hemos querido ejercer de hombrecitos, parecer y aparentarlo, aunque en multitud de ocasiones, con el paso del tiempo, acertemos a reconocer que éramos más inconscientes, atrevidos e ignorantes de lo que en un principio suponíamos. Consecuentemente, esa actitud, hizo casi casi insoportable el desorden y el caos que teníamos en casa.
Se cumplió otra etapa y, como es ley de vida, comenzaron a salir y alternar con gente de su edad.
Emparejaron. Algunos, con mayor o menor fortuna, pero, nuevamente, se ponía en evidencia la cordura y el sentido de la responsabilidad familiar. Aquella casa, aquel hogar, volvía a ser el lugar común para todos, donde la mayoría, tras negociar como buenos hermanos, siempre encontraban un punto en común para considerar el hogar paterno, la casa de todos.
Con el paso del tiempo, sería prolijo enumerar las causas – yo tengo algunas, pero los hijos argumentan otras bien distintas -, empezaron a exigir unas condiciones de vida fuera de todo orden establecido, queriendo imponer unas normas que nunca serían alcanzables, entre otras razones, porque en casa, jamás habían visto un desorden como el que pretendían imponer. Ellos sabían perfectamente que entre todos, podríamos mantener la vivienda y nuestro hogar, en condiciones óptimas, pero destruirla, no sería el mejor futuro para toda la familia.
Ya sé que al mayor, la decoración del comedor no le hace mucha gracia. Es cierto, está ambientado con cierto estilo neoclásico y él, se considera muy moderno. No es que tenga nada en contra de sus gustos, pero no es de recibo que quiera imponer, allí donde todos formamos un conjunto armónico, unas ideas decorativas que rompen con todos los moldes y esquemas de la familia.
Aunque no fuéramos conscientes, poco a poco, le fuimos permitiendo que implantara elementos ornamentales particulares, ¡¡ vamos, al gusto suyo !!. Aceptamos incluso, que horadase la pared, para colgar determinadas obras modernistas que, si bien rompían el conjunto arquitectónico y ornamental de la casa, por no verle enojado una vez más, decidimos dar por buena su ubicación.
Así convivimos una buena parte de nuestra existencia. Creo, y considero, que con bastante buena armonía.
Desconozco qué profundas razones le han hecho cambiar de pensamiento. No sé yo, si la influencia de compañías y amistades que no mantienen los mismos valores e ideales, han podido influir en su mentalidad y forma de pensar. La cuestión es que, el otro día, vino a casa y dijo que no aguantaba más. Que tapiaría la puerta de su habitación, para no acceder al interior del hogar, intentaría abrir un boquete en la ventana, convirtiéndola en una especie de puerta de salida para acceder al exterior y que no quería saber nada de nosotros.
Vamos, que a sus padres, su familia, la que durante toda la vida, desde el mismo día de su nacimiento le ha cuidado lo mejor que ha podido, colmándole de todos los caprichos y bienestar posibles, ahora, los repudia y pretende iniciar una vida nueva, en solitario.
No he querido imponer la fuerza. Sé que como padre y progenitor, tengo y puedo ejercer labores disciplinarias para que no sea así, pero, a pesar de todo, pretendo que sea comprensivo, dialogando con él, pensando, creyendo y esperando que al final, posiblemente, cuando le haya pasado el enojo, comprenderá que está equivocado.
Le he dicho, entre otras razones, y le he intentado hacer ver que la vivienda, está construida de acuerdo con una normativa y legislación concreta y específica. Los planos de la casa, están depositados en el Instituto Nacional de la Vivienda, siendo construida de acuerdo con ese proyecto, visada por el Colegio de Arquitectos y, en definitiva, al amparo de la legislación vigente en aquél momento.
Le he hecho saber que, la Ley de Propiedad Horizontal no permite segregar la vivienda, ni tampoco la división interna de la misma. Tenemos servicios comunes de los cuales, él quedaría aislado. Es ilógico salir al campo por una ventana, dar la vuelta y tener que volver al interior para hacer uso común de la cocina, el comedor, la sala de estar, el cuarto de baño, la despensa, etc. etc.
Ahora, de una forma repentina, le ha dado por decir que no le queremos y eso, es rigurosa y totalmente falso. Repito, es una falacia. Nunca hemos tratado de una forma discriminada a ninguno de nuestros hijos.
Todos hemos hecho un gran esfuerzo para que él, como primogénito y hermano mayor, pudiera tener unos estudios universitarios, una preparación que, tal vez, los demás miembros de la familia, por razones diversas e injustificadas, no han podido disfrutar. En definitiva, en la actualidad, goza de un bienestar económico que otros hermanos no disponen. Es cierto que se ha sacrificado, es verdad que ha resultado muy trabajador, pero también es cierto que todos hemos puesto nuestro granito de arena para que él, pudiera gozar de ese privilegio. En el fondo, como primogénito, siempre creímos que podría ser un buen cabeza de familia.
Algunos padres, vecinos de casas cercanas, ubicadas próximas a nuestro entorno, me recomiendan que temple la situación de la mejor manera posible, pero, también es cierto que él, se siente firme en su rebeldía porque otros le reconocen un cierto valor para protestar.
La cuestión, es que se me ha planteado un conflicto en casa y no sé cómo resolverlo.
Por la fuerza, hoy en día, no es el camino más acertado.
Ahora bien, que vaya diciendo por ahí que en casa no se le quiere, eso, es totalmente falso.

2 comentarios:

  1. Buena reflexión...para buenos entendedores...cada semana te seguiré

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  2. Lo malo de las comparaciones y metáforas es que son solo comparaciones y metáforas, no son el tema real al que se pretende modelar.

    Ponerse a razonar si el estado es una propiedad horizontal comparándolo con una vivienda familiar es ridículo, porque igual de válido es compararlo con un matrimonio en el que uno de los cónyuges no aguanta al otro, y se dividen las propiedades como en una comunidad de bienes.

    Y si hemos de hablar de «amor» y de «querer», ya me gustaría saber la versión de la historia de la juventud de ese domicilio. Porque igual los progenitores prometían que habría para comer productos para celíacos, y claro que lo cumplían, pero luego a dichos productos les añadían cierta cantidad de gluten «para que no tengan mal sabor».

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